Uno de los grandes apóstoles del Rosario fue en su juventud espiritista y sacerdote satánico
Los tormentos interiores del Beato Bartolo Longo (1841-1926), que había pasado años de su juventud encharcado en un espiritismo de corte satanista, sólo terminaron cuando en lo íntimo del alma percibió una instrucción del cielo: “Si quieres salvarte, propaga la devoción del santo Rosario: es promesa de María”.
Es el momento decisivo en su vida, que había sufrido dos giros radicales. Criado en un hogar católico donde se rezaba el Rosario diariamente, la muerte de su madre cuando tenía diez años fue el principio de una larga cuesta abajo. Se educó con los escolapios y llegó a la Universidad de Nápoles todavía con fe, pero cuando estaba cursando sus últimos cursos de Derecho esa fe se evaporó.
De Rénan al satanismo
En 1863, guiado por profesores liberales en una época en la que la unidad de Italia se estaba construyendo contra la Iglesia, leyó la Vida de Jesús de Ernest Rénan (1823-1892), el libro de propaganda anticristiana más célebre del siglo XIX francés, y quedó ganado para esas ideas. Se juntó con otros jóvenes de ideas similares y empezó a disipar su vida en fiestas y orgías hasta concebir un odio visceral contra la religión católica.
A través de unos amigos se introdujo en el mundo del espiritismo y lo hizo de forma tan intensa que quiso ser ordenado como sacerdote satánico. El día señalado para la ceremonia, las paredes temblaron, se escucharon voces extrañas y se vieron cosas por las que se desmayó de puro terror. Pero había emprendido un camino, y a pesar de que se empezó a encontrar enfermo y a que era asaltado por el demonio, ahondó en su debacle personal con ceremonias blasfemas y proclamas públicas contra la fe. Incluso pagaba una copa a quien insultase a un sacerdote por la calle.
Dos buenas compañías
Esta fase anticristiana en la vida de Longo no duró más de dos años, pero fue muy intensa. Para su salud física y mental esa fobia contra Dios estaba siendo destructiva, y así se lo manifestó un antiguo profesor amigo de la familia, Vincenzo Pepe, un buen católico, quien al verle pálido y demacrado le espetó unas palabras que sacudieron a Bartolo: “¡Vas a morir en el manicomio, y además te vas a condenar para toda la eternidad!”.
El futuro beato sintió el mal obrando en su interior y la necesidad de expulsarlo, y acudió a un religioso dominico a quien le presentó Pepe, el padre Alberto Radente, con objeto de reemprender el camino a casa. Toda su familia celebró esa decisión, pues desde que vieron su transformación no habían dejado de rezar por él. Como en el caso de Santa Mónica y su hijo San Agustín, la oración había hecho un milagro de conversión. El día del Sagrado Corazón de 1865 se confesó y volvió al amor de Dios, aunque sus luchas interiores estaban lejos de acabar.
Compensando el mal causado
En los años posteriores, Longo intensifica su vida cristiana hasta hacerse terciario dominico en la festividad de la Anunciación de 1871, y asume el nombre de Hermano Rosario, porque había regresado a la devoción de su infancia como asidero: “No puede haber ningún pecador tan perdido, ni alma esclavizada por el despiadado enemigo del hombre, Satanás, que no pueda salvarse por la virtud y eficacia admirable del santísimo Rosario de María, agarrándose de esa cadena misteriosa que nos tiende desde el cielo la Reina misericordiosísima de las místicas rosas para salvar a los tristes náufragos de este borrascosísimo mar del mundo”, escribió.
Bartolomé quiso compensar el mal que había hecho en sus años negros, cuando consiguió arrancar la fe a varias personas, y acudía a los mismos lugares donde se había mofado de la religión a defenderla y explicar su cambio. Además trabajaba como abogado, y precisamente llevando un caso de una cliente, Marianna Farnararo, condesa De Fusco (1836-1924), con quien contraería matrimonio años más tarde, acudió al Valle de Pompeya, donde se produciría el gran momento de su vida, en bien suyo y de toda la Cristiandad transalpina.
La gran turbación y el mensaje divino
En aquellos años seguía atormentado por su pasado y temeroso de su salvación eterna, a pesar de haber abandonado lo que denominaba “tenebrosa selva de errores en la que se había perdido miserablemente como secuaz de las impías y funestas teorías del magnetismo y espiritismo”.
El 2 de octubre de 1872, cuando atendía los intereses de la condesa, sintió una gran turbación que le obligó a salir de la casa y caminar hasta un lugar apartado, en mitad del campo. Así cuenta él mismo lo que sucedió:
“Las henchidas olas de profunda tristeza, que vinieron a caer sobre mi atribulado corazón, estuvieron a punto de sumergirme en el infierno de la desesperación… Era tan vehemente, tan agitada la palpitación de mi angustiado corazón, que me parecía quería salirse de los estrechos límites de mi pecho. En medio de tan indecible aflicción de mi espíritu creí escuchar aquellas consoladoras palabras: ‘Si quieres salvarte, propaga la devoción del santo Rosario: es promesa de María’.
“¡No puede perecer el que propaga una devoción que es tan grata a todo el cielo! Estas palabras vertieron sobre mi atribulado corazón el más dulce bálsamo de consuelo, que mitigó todos sus padecimientos, convirtió todas sus amarguras en la más suave alegría, endulzó todas sus tristezas…
“El homicida del género humano, que me tenía esclavizado bajo su tiránico poder, previó sin duda su derrota, si yo secundaba fervoroso y con verdadero celo la divina idea: y temeroso de soltar la presa, me estrechaba más y más, y como haciendo sus últimos esfuerzos, entre los pavorosos anillos y espantosas espiras de sus infernales cadenas. Era la última lucha, lucha terrible, decisiva.
“A punto de perecer en aquella tremenda y decisiva lucha, vencido por el enemigo, levanté mis ojos llorosos y mis manos suplicantes al cielo, y dirigiéndome hacia la soberana y piadosísima Consoladora de los afligidos, le dije con la energía y el ardor que inspiran el peligro y la desesperación:
“–Si es verdad que habéis prometido a vuestro gran siervo santo Domingo que se salvará el que propague el santo Rosario, yo me salvaré ciertamente, porque no abandonaré este lugar sin haber propagado antes esta saludabilísima devoción”.
El amor a la Virgen florece en Pompeya
Con los ojos llorosos, Bartolomé se levantó y comenzó la gran obra de su vida: establecerse allí y difundir la devoción al Rosario en todo el Valle de Pompeya, en particular entre las gentes más pobres. Había palpado durante su estancia allí el descreimiento de las gentes y la desidia del clero, lo cual estaba descristianizando la zona a toda velocidad.
La condesa, viuda que disfrutaba de un importante patrimonio y era terciaria del Sagrado Corazón, se convirtió en su gran aliada, y formaron una pareja muy bien compenetrada. Ella ponía la decisión y la audacia, pero también sus dosis de mal carácter; él, la prudencia, la sagacidad y un carácter pacífico y amable.
En 1875 llegó a Pompeya el cuadro de la Madonna del Rosario, hoy una de las imágenes marianas más veneradas de Italia.
Y en 1876 se puso la primera piedra del santuario, que fue consagrado en 1891.
Entre medias, Bartolomé había emprendido todo tipo de actuaciones para difundir el rezo del rosario: personales, como predicar él mismo a los campesinos; mediáticas, como la fundación de un periódico para expandir la devoción; y espirituales, como la redacción de una novena del Rosario de la que se han hecho novecientas ediciones en veintidós lenguas. De una de sus obras, Los quince sábados del Santo Rosario (otra de las devociones que propagaba), se vendieron 240.000 ejemplares en tan sólo 5 años.
Doble maledicencia, doble calvario
Naturalmente, el gran adversario de Longo, el demonio, no se quedó quieto, e inspiró maledicencias contra la condesa y contra él por su constante actividad juntos. Informado de las calumnias, León XIII le dispensó del voto de castidad que había hecho y aconsejó que se casaran, lo que Marianna y él hicieron en 1885.
Y mientras el cuadro de Nuestra Señora del Rosario hacía un milagro tras otro (el primero fue la curación de una niña de 12 años, Clorinda Lucarelli, de una epilepsia) y se multiplicaba su devoción en toda Italia, los Longo fundaban orfanatos, centros de artes y oficios para niños pobres y otras obras de caridad. Bartolo se confesaba dos veces por semana y se le vio alguna vez en éxtasis.
Pero Lucifer no había olvidado su derrota y continuó suscitando murmuraciones contra él. Llegó a ser acusado de mala administración de los bienes de caridad que gestionaba, pero aunque fue absuelto de todos los cargos, en 1906 se desprendió de todas las obras de beneficencia, que cedió al delegado pontificio. Y él, aunque siguió colaborando con ellas, se concentró en el periódico El Rosario de la nueva Pompeya.
“El hombre de la Virgen”
Murió el 1926 con unas palabras en los labios: “Mi único deseo es ver a María, que me salvó y me salvará de las garras de Satanás”.
El 26 de octubre de 1980 fue beatificado por Juan Pablo II, quien proclamó en la homilía que “puede ser definido verdaderamente como ‘el hombre de la Virgen’… Con la mano en las cuentas del rosario, nos dice: ‘Despierta tu confianza en la Santísima Virgen del Rosario’”. Y, de hecho, su festividad, el 5 de octubre, precede en sólo dos días a la de la devoción a la que consagró su vida.
Fuente: Cari Filii