Los “Siete dolores de María”, una devoción que reconforta a nuestra Madre y nos promete el Cielo

El pueblo fiel de Dios, mientras lloraba al Inocente crucificado en el Calvario, también se sintió estremecido por la Madre Dolorosa, María, y quiso consolar su sufrimiento. Así brotó una de las devociones marianas más conmovedoras.
Relata san Juan en su Evangelio: “Junto a la cruz de Jesús estaban en pie su madre y la hermana de su madre, María de Cleofás, y María Magdalena” (Jn 19,25). Las devociones a Cristo crucificado y a la Virgen de los Dolores crecieron una junto a la otra, en la contemplación amorosa del pueblo de Dios. Los Padres de la Iglesia y muchos santos de cada época se compadecieron del corazón de María –”atravesado por la espada” como le anunció Simeón– y finalmente la piedad cristiana, a partir de las Escrituras, sintetizó esos dolores en siete acontecimientos referidos por los evangelistas:
En 1239 la Orden de los Siervos de María, o Servitas, se empeñaron en divulgar esta devoción especialmente durante la devastadora Peste Negra. Para mayor facilidad tomaron como referencia la “corona” de Ave Marías que impulsara santo Domingo –el Rosario–, y así nació la “coronilla de los Siete Dolores”, también llamado “Septenario”, en donde a la meditación de cada dolor se sigue el rezo de un Padrenuestro y siete Avemarías.
Las siete promesas
En el siglo XIV, santa Brígida de Suecia (1303-1373) declaró que la Virgen la había visitado para prometer siete gracias a quienes cultivaran esta devoción:
- “Concederé paz a sus familias”.
- “Serán iluminados sobre los misterios divinos”.
- “Los consolaré en sus sufrimientos y los acompañaré en su trabajo”.
- “Les daré lo que me pidan, siempre y cuando no se oponga a la adorable voluntad de mi divino Hijo o a la santificación de su alma”.
- “Los defenderé en sus batallas espirituales con el enemigo infernal y los protegeré en cada instante de su vida”.
- “Los asistiré visiblemente en el momento de su muerte: verán el rostro de su Madre”.
- “He obtenido esta gracia de mi divino Hijo: que aquellos que propaguen esta devoción a mis lágrimas y dolores serán llevados directamente de esta vida terrenal a la felicidad eterna, ya que todos sus pecados serán perdonados, y mi Hijo y yo seremos su eterno consuelo y alegría”.
Complementando las anteriores promesas, san Alfonso de Ligorio (1696-1787) detalló más tarde en su libro Las Glorias de María, cuatro bendiciones dadas por Cristo a los devotos:
- “Quienes invoquen a la divina madre por sus dolores, merecerán obtener el arrepentimiento de todos sus pecados antes de su muerte”.
- “Él los protegerá en sus tribulaciones, particularmente en la hora de la muerte”.
- “Él imprimirá en ellos la memoria de Su pasión y por eso serán recompensados en el cielo”.
- “Él encomendará a esos devotos servidores a las manos de María, para que ella haga con ellos lo que le plazca y obtenga para ellos las gracias que ella desee”.
La devoción a los Siete Dolores en nuestros días

La Iglesia concedió a esta devoción un rango universal en 1815, por medio del papa Pío VII, quien aprobó siete oraciones oficiales para meditar los dolores de la Virgen Santa. Así, la piadosa práctica se hizo común en el mundo católico, en especial hispánico, multiplicándose las cofradías destinadas a honrar a la Madre dolorosa, o hasta el nombre “Dolores” en las pilas bautismales.
Ya en el siglo XX, durante el genocidio de Ruanda –década de 1980– Nuestra Señora de Kibeho recomendó fervientemente que se rezara la Coronilla de los Siete Dolores. Immaculée Ilibagiza, sobreviviente del genocidio, es una gran divulgadora de la coronilla junto a otras visibles personalidades católicas en redes, como el exorcista norteamericano P. Chad Ripperger, entre otros.
¿Cómo se reza este rosario?
La “coronilla” o rosario de los Siete Dolores es muy sencillo de rezar:

Al igual que el santo Rosario, la coronilla no consiste tanto en repetir oraciones sino en meditar con el corazón. Así pues, para cerrar esta crónica, compartimos el relato de los siete dolores publicado por el medio Portaluz (los subtítulos son nuestros):
Primera espada de dolor
En la polvorienta aldea de Nazaret, cuyas casas de piedra parecían susurrar secretos ancestrales, vivía María, una joven cuyo corazón guardaba silencios orantes más profundos que los pozos de la plaza. Un día, mientras el sol tejía hilos dorados entre las hojas de las higueras, un enviado celestial, con la voz suave como el viento del desierto, le anunció un misterio que florecería en su vientre por obra y gracia del Espíritu Santo. No hubo estruendo, pero el asombro la envolvió como una túnica invisible. Luego, las dudas de su prometido, José, se sintieron como una sombra fría que mordía su corazón. El primer dolor entonces fue la incomprensión silenciosa, las miradas esquivas que pesaban más que las piedras del camino.
Segunda espada de dolor
Luego vino el viaje hacia Belén, un sendero empedrado donde cada paso resonaba con la profecía de un rey que nacería en la humildad. El cansancio se le pegaba a la piel como el polvo del camino, y la búsqueda de un refugio se tornó una odisea silenciosa. Las puertas cerradas tenían el eco metálico de la indiferencia, y la soledad la abrazó en la noche sin más luz que la de las estrellas ancestrales. El segundo dolor fue la falta de amparo, la sensación de que el mundo olvidaba la promesa que llevaba en su seno.
Tercera espada de dolor
En un establo sencillo, donde el aliento cálido de los animales tejía una atmósfera de humildad, dio a luz al hijo de Dios, Jesús. La alegría que irradiaba en su alma como rayos de sol se vio amenazada cuando en el templo de Jerusalén, un anciano llamado Simeón le reveló un destino entrelazado con el sufrimiento: una espada de dolor atravesaría su alma (San Lucas 2,25-35). El tercer dolor fue la certeza anticipada, la sombra, de un futuro de angustia que se proyectaba sobre la reciente dicha.
Cuarta espada de dolor
Huyendo de la persecución de Herodes (Mateo 2,13-15), María se sintió como una planta arrancada de su tierra. El miedo por la vida de su pequeño hijo era un fantasma constante que danzaba en los caminos mientras huían a Egipto, una preocupación silenciosa que la seguía como el eco de sus propios pasos. El cuarto dolor fue el exilio forzado, la fragilidad de la inocencia amenazada por la crueldad del poder.
Quinta espada de dolor
Años después, en la bulliciosa Jerusalén, la angustia la encontró cuando Jesús, con la sabiduría precoz de un profeta, se demoró en el Beit HaMikdash durante la fiesta de la Pascua (Lucas 2,41-50). Tres días buscó María, con el corazón oprimido, hasta encontrarlo entre los maestros, absorto en diálogos sagrados. El quinto dolor fue la pérdida temporal, el temor punzante de haber extraviado la luz de su vida y Salvador de la humanidad.
Sexta espada de dolor
Pero fue en la colina del Gólgota, bajo un cielo que ante sus ojos se teñía de luto, donde una espada le atravesó el alma y su dolor adquirió la fuerza de un terremoto. Ver a su hijo, Jesús, el Mesías que sanaba, expulsaba demonios, resucitaba a los muertos, que proclamaba ser uno con el Padre hablando de amor y perdón… verlo allí en esa ignominia, suspendido entre el cielo y la tierra, su cuerpo lacerado como un olivo azotado por la tormenta (Jn 19,17-30). Sintió cada latigazo, cada espina, cada golpe al ser clavado su hijo, como si fueran espadas en su propio corazón. El sexto dolor fue la tortura y crucifixión, la impotencia de una madre ante la injusticia y el sacrificio final.
Séptima espada de dolor
Finalmente, sosteniendo el cuerpo sin vida de su amado Jesús (Marcos 15,42-46), sintió la ausencia como un vacío estallando el universo. El dolor de su alma era denso, la promesa parecía quebrada, y con ella, una parte de su ser se desvaneció. La séptima espada de dolor fue la muerte del Hijo de Dios, el entierro de su cuerpo, el adiós terrenal, la aceptación del misterio del dolor. Pero en ese eclipse total de su existencia, gimiendo su alma, oró y renació la esperanza que, como una semilla dormida bajo la tierra, aguardaba su tiempo para florecer.