El Apóstol del Rosario, Beato Bartolo Longo
Una mañana de octubre de 1872, Bartolo Longo, un hombre joven, pasea profundamente preocupado por los alrededores de Pompeya. Las históricas ruinas de la ciudad, sepultada por la erupción del Vesubio en el año 79, no le causan el menor atractivo. Lo atormenta una duda: “Después de una pésima vida, me arrepentí y empecé el camino de la conversión. Pero… ¿podré salvar mi alma?”
En determinado momento, una voz le habla en lo íntimo de su corazón: “Si quieres salvarte, propaga la devoción al rosario. Es una promesa de la Virgen María”.
Con júbilo desbordante, levanta la cara y las manos al Cielo gritando: “Oh María, si es cierto que prometiste a santo Domingo que quien difunde el rosario se salva, yo me salvaré, porque no saldré de esta tierra de Pompeya sin haber propagado esa santa devoción”.
En ese instante, suena la vieja campana de la iglesia próxima, anunciando el Ángelus del mediodía. El hombre se arrodilla, reza y llora. Llora de alegría, pues comprende que la Reina de los Apóstoles acaba de mostrarle una gran misión.
En el corazón de Bartolo Longo estaba siendo plantada la semilla del futuro Santuario de Nuestra Señora del Rosario de Pompeya, centro internacional de irradiación de esa devoción mariana, y sede de varias obras de beneficencia y de formación juvenil.
Vivacidad, inteligencia y piedad
Bartolomeo Longo nació el 10 de febrero de 1841 en Latiano (Italia), y fue bautizado tres días después. Su infancia transcurrió piadosa y feliz. Desde la más tierna edad se mostró muy inteligente, con un carácter ardoroso y decidido. Él mismo se definiría como “un niño vivaz, impertinente y casi travieso”. Sabía imitar a la perfección los gestos, los acentos y otras características de sus conocidos.
A la par de todo eso, daba señales de verdadera piedad. Oyendo las campanadas que anunciaban la hora del ángelus, interrumpía inmediatamente cualquier juego y corría a rezarlo con su madre. Cuando hizo la Primera Comunión, permaneció inmóvil durante una hora y media, agradeciendo esa gracia inapreciable. Una persona indiscreta quiso interrumpirlo y recibió esta respuesta: “¡La acción de gracias a Jesús cuando llega por primera vez, debe ser bien hecha!”
Dejó de rezar… y rodó al extremo del mal
Con todas esas cualidades terminó de forma brillante sus estudios primarios y secundarios, recibiendo con 17 años el diploma que lo acreditaba para la educación superior.
Aun así, en él se hacía notar sobre todo el temperamento apasionado. Bartolomeo no era hombre de términos medios; su estructura psíquica lo llevaría al extremo del bien o del mal.
Decidió estudiar derecho en Nápoles. Lejos de ser propicia a la fe católica, la época era de negación y hasta de abierto enfrentamiento a la Santa Iglesia. El racionalismo y el anticlericalismo hacían estragos en la juventud. Profesores impíos usaban las cátedras universitarias para difundir filosofías ateas.
En esa disyuntiva, Bartolomeo se dedicó con ardor a los estudios, a las diversiones y a la música (tocaba piano). Inteligente, elegante y de buenas maneras, vivía rodeado por muchos amigos.
No le quedaba tiempo para la oración… Dios y la Virgen María fueron apagándose hasta desaparecer de su memoria. Cuando terminó sus estudios de Derecho, en 1864, estaba completamente desorientado por las teorías filosóficas del materialismo y del racionalismo.
No se detuvo ahí. La pérdida de la fe en la divinidad de Jesús produjo en su alma un vacío que quiso ocupar recurriendo al espiritismo. Extremista por naturaleza, se convirtió en enemigo contumaz de la Santa Iglesia. Pronunciaba conferencias anticlericales y organizaba manifestaciones públicas contra la religión.
Era tan grande su odio que decidió hacerse “sacerdote” del espiritismo y se sometió a un duro régimen de ayunos y mortificaciones corporales, con el objetivo de hacer una consagración radical al demonio.
Una confesión bien hecha
No obstante, y por paradojal que sea, durante todo ese negro período el joven Bartolomeo no dejó de rezar el rosario y, hecho aún más extraordinario, conservó la castidad.
Si falsos amigos lo habían arrastrado a perder la fe, amigos auténticos sirvieron como instrumentos de la Providencia para conducirlo otra vez a la Casa Paterna.
Uno de ellos, el Prof. Vincenzo Pepe –al que Bartolomeo califica como “el amigo de mi alma, que el Señor puso a mi lado en todos los momentos críticos y decisivos de mi vida”– no vaciló en buscar la hora oportuna para amonestar severamente al joven abogado por su pésima vida.
Esa advertencia, fecundada por la gracia, surtió efecto. Bartolomeo decidió buscar el confesionario para reconciliarse con Dios. Se dirigió a la Iglesia del Rosario, en Nápoles, donde fue atendido por el P. Alberto Radente, religioso dominicano. Era el día de la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, en 1865.
El ex-enemigo de la Iglesia se confesó profundamente arrepentido. El P. Radente se sintió maravillado ante el poder de la gracia en esa alma, pero sólo le dio la absolución después de un mes de encuentros para dirección espiritual. Bartolomeo pudo recibir entonces la Sagrada Eucaristía. En sus escritos dirá después: “Fue como hacer de nuevo la Primera Comunión, fue como si hubiera recibido un segundo Bautismo”.
Se inicia una gran misión
Bartolomeo Longo –hombre de de cisiones radicales, como se ha dicho– rechazó ventajosas propuestas matrimoniales, dejó el oficio de las leyes y se dedicó a las obras de caridad y al estudio de la religión.
Con eso se convirtió en blanco de groseras burlas por parte de los mismos que antes aplaudían y estimulaban sus actividades antirreligiosas. Pero todo eso produjo como resultado un acto de reparación: “Debo reparar mis pecados”, repetía el convertido.
Algún tiempo después, entabló relaciones con una noble dama napolitana, la Beata Catalina Volpicelli, fundadora de las Siervas del Sagrado Corazón de Jesús, quien lo puso en contacto con otras personas de gran fervor, entre ellas la condesa Mariana Fonseca, viuda del conde de Fusco, propietaria de tierras en el valle de Pompeya.
Por este medio, la Virgen María lo fue llevando a la realización de la gran misión para la que lo había escogido. En 1872, la condesa de Fusco le confió la administración de sus propiedades en los alrededores de Pompeya. Llegando allá, se sintió profundamente consterna do por la miseria humana y religiosa de los pobres campesinos de la región. Ahí no había nada, salvo una pequeña iglesia hace mucho tiempo arruinada, tan pobre que ni siquiera tenía imágenes.
Sin tardanza, Bartolomeo se entregó a la noble y humilde labor de enseñarles el catecismo, y a divulgar el santo rosario. Comenzaba la reconquista espiritual del valle de Pompeya.
Una obra grandiosa
Creció el número de fieles, la pequeña iglesia se volvió insuficiente, se hizo necesario construir una más grande y más acogedora. Por sugerencia del obispo de Nola, a cuya diócesis pertenecía Pompeya, Bartolomeo Longo comenzó una campaña de recolección de fondos. La primera piedra fue puesta en mayo de 1876.
Llovieron las donaciones, inicialmente de varias ciudades italianas, y después de casi todas partes del mundo, asombrando al propio Beato. En los archivos del santuario se conservan cinco volúmenes, ¡con cuatro millones de nombres de donantes!
En 1894, faltando todavía algunos pormenores de la construcción, el templo fue consagrado. Al aumentar continuamente el número de peregrinos, debió ampliarse pocos años más tarde.
Cuando Bartolomeo Longo falleció, el 5 de octubre de 1926, su obra había cobrado proporciones grandiosas. El santuario se volvió un centro internacional de propagación del rosario y fue elevado a la categoría de Basílica Pontificia, a la que llegaban millones de peregrinos. En torno a él se había levantado una ciudad mariana, con numerosos institutos de beneficencia.
El Beato Bartolomeo Longo es uno de los pocos casos en la historia de la Iglesia en que un simple laico es el fundador de una comunidad religiosa. En 1897 fundó las Hijas del Rosario de Pompeya, sujetas a la regla de la Orden Tercera de santo Domingo, para dedicarse al cuidado de los niños y de las jóvenes. Y cerca ya de concluir su carrera en esta tierra, fundó en 1922 el Instituto Femenino Sagrado Corazón.
En la cripta del santuario puede verse el cuerpo del Beato, puesto en un sarcófago de vidrio, revestido con la capa de los Caballeros de Malta.
por Guillermo Asurmendi / Revista Heraldos del Evangelio Nro. 22