Rezando el Rosario, una joven salva su vida en Ruanda y encuentra el perdón
En 1994, el gobierno de la república africana de Ruanda, formado por miembros de la etnia hutu, desató una feroz campaña genocida contra la minoría tutsi. Inmaculée Ilibagiza tenía 22 años cuando vecinos y amigos mataron a su familia, y a un millón de ruandeses tutsis más. Su madre fue asesinada al dejar su escondite, creyendo oír la voz de su hijo pequeño. A su padre lo mató un oficial amigo. Su hermano, Damascene, murió rezando mientras lo cortaban en dos. Ella sobrevivió. En el libro “Mi viaje hacia el perdón” (ed. Palabra) cuenta cómo, gracias a la oración constante, pudo perdonar a los asesinos.
El rosario rojo y blanco
El día fatal no hubo despedidas. Marchó a refugiarse en casa del Pastor de la aldea, Murinzi, que era un hutu moderado, sin llevar consigo nada, salvo la imagen de su padre pidiéndole que se apresurase, y el rosario rojo y blanco que le regaló: “Me dijo que mi fe en Dios iba a protegerme”, recuerda Inmaculée.
“Ese rosario fue mi pilar, lo que me salvó de ser violada y asesinada”, asegura hoy, a veinte años de las atrocidades. Desde el día que entró en ese cubículo de escasos metros cuadrados oculto tras una pared, un pequeño baño en la casa del Pastor, donde otras siete mujeres y ella estuvieron escondidas durante 91 días… “me aferré al rezo del Rosario. Pero mi oración no debió tener el poder suficiente, pues seguía odiando a los asesinos”. Esta incapacidad de perdonar, puntualiza, “causó en mí un dolor mayor que la angustia que sentía por estar separada de mi familia, y era peor que el tormento físico de saberme perseguida”.
Agrega que mientras escuchaba los aullidos de los asesinos en el exterior del escondite, “sólo podía ver el terror en los ojos de mis compañeras. Y rezaba para que todo tomase un nuevo significado…”.
Perdonar según lo que se ora
La joven dice que intentó muchas veces perdonar a los asesinos, “pero mi boca se secaba al llegar a como nosotros perdonamos a los que nos ofenden, en el Padrenuestro, impidiéndome acabar la oración. No podía terminar, porque realmente no lo sentía”.
Así pasó días y noches, “con una Biblia en mi regazo y el rosario blanco y rojo entrelazado en mi mano. No salí de mi meditación, incluso cuando los asesinos registraban la casa”. Su constancia y confianza en Dios hicieron que, poco a poco, “la ira y el odio que se albergaban en mi corazón desaparecieran, y sentí mucha paz en mi interior. Dios me hizo entender que todos son sus hijos, y que todos merecen ser perdonados. Inclusive aquellos que han cometido barbaridades como los asesinos hutus”.
Cuando todo acabó, “necesitaba poner en práctica lo que me había enseñado el Señor en la clandestinidad. Por eso, un día fui a la cárcel a ver a Felicien, el hombre que mató a mi madre y a mi hermano. El mal había envuelto su corazón, pero ahora le invadía la culpa y el remordimiento. Se postró ante mí, y me miró a los ojos con cara de vergüenza, queriéndome pedir perdón. Todos necesitamos el perdón de Dios para poder continuar, y dejar atrás la sangre, el sufrimiento… y el genocidio. Perdoné a Felicien con todo mi corazón. Y estoy segura de que él recibió mi perdón”.
Ahora, desde su casa en Nueva York, acompañada de su marido y sus hijos, sostiene que “Dios me salvó del genocidio por una razón: para contarle, a tantas personas como sea posible, cómo me tocó el corazón en medio del holocausto y me enseñó a perdonar. Doy testimonio de cómo eso pudo salvar a un alma paralizada por el odio y enferma de sed de venganza”.
Fuente: www.Portaluz.org