Doblegados por el Amor de la Madre
Testimoniar nuestro amor a la Santísima Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra debería ser una realidad a flor de piel en todo católico. Sin embargo no son pocos quienes pasan de largo y no menor el número de quienes pierden la oportunidad de amar, sanar y liberar rezando el rosario.
Por ello cuando hombres que fueron curtidos en la fe protestante o calvinista, doblegan su corazón ante el amor maternal de nuestra Inmaculada Señora y valoran su Rosario, los orantes de nuestra cruzada ¡estamos felices!…
El escritor Hugo Estrada en las páginas 103 y 104 de su libro “Dificultades con nuestros hermanos protestantes”, recuerda la experiencia de un predicador:
“El padre Darío Betancourt, un predicador popular que ha viajado por muchos países llevando la Palabra de Dios, nos contaba que lo invitaron a una universidad protestante de los Estados Unidos para una plática. Al terminar un pastor protestante le preguntó: «Padre, ¿usted reza el rosario?» El padre Darío recuerda que creyó que aquel pastor protestante quería tomarle el pelo. Se puso nervioso. El pastor le dijo en público: «¿Con la sangre de quién hemos sido redimidos? Con la sangre de Jesús. Y ¿quién le dio su sangre a Jesús? La Virgen María. Por eso, padre, yo rezo el rosario todos los días». El padre Darío comenta que quedó muy impresionado. No se esperaba que un pastor protestante diera ese testimonio delante de todos los universitarios. Una de las cosas que me ha llamado la atención es que muchos de los hermanos protestantes que se convierten al catolicismo se entusiasman con el rezo del rosario, a veces más que los mismos católicos…”
Confirmando esta certeza final de Estrada, el converso del calvinismo Scott Hahn nos narra:
“La senda de mi conversión me llevó de la delincuencia juvenil a ser ministro presbiteriano. A lo largo del camino tuve mis momentos anti marianos.
Mi primer encuentro con la devoción mariana tuvo lugar cuando murió mi abuela Hahn. Había sido la única católica por ambas partes de mi familia: un alma tranquila, humilde y santa. Como yo era el único miembro religioso de la familia, al morir ella, mi padre me dio sus objetos religiosos. Los miré con horror. Agarré su rosario y lo destrocé totalmente, diciendo: «Dios, líbrala de las cadenas del catolicismo que la han tenido atada». Lo decía tan en serio como actuaba. Veía al Rosario y a la Virgen María como obstáculos que se interponían entre la abuela y Jesucristo.
Incluso a medida que me acercaba lentamente a la fe católica –movido inexorablemente por la verdad de una doctrina tras otra- no lograba aceptar la enseñanza mariana de la Iglesia.
La prueba de su maternidad habría de llegar, para mí, únicamente cuando tomé la decisión de empezar a ser hijo suyo. A pesar de los poderosos escrúpulos de mi formación protestante –recuerda que unos años antes había roto el rosario de mi abuela-, un día tomé un rosario y empecé a rezarlo. Rezaba por una intención muy personal y aparentemente imposible. Al día siguiente, volví a cogerlo, y al día siguiente y al siguiente. Pasaron meses antes de que me diera cuenta de que aquella intención mía, aquella situación en apariencia imposible, se había resuelto desde el día en que recé el Rosario por primera vez. Mi petición había sido concedida.
Desde ese momento conocí a mi madre; conocí verdaderamente cuál era mi hogar en la familia de la alianza de Dios: sí, Cristo era mi hermano. Sí, me había enseñado a rezar «Padre nuestro». Ahora, en mi corazón, aceptaba su mandato de mirar a mi madre”
(Scott Hahn, Dios te salve, Reina y Madre)